¿Por qué tenemos emociones?

Si las emociones existen tras un largo proceso de evolución es porque han sido útiles para adaptarnos, para sobrevivir, para construir un entorno hecho a nuestra medida. El sistema emocional es un sistema versátil, complejo, fruto de varios millones de años de perfeccionamiento progresivo. Eso no quiere decir que sea perfecto, ni mucho menos, pero ha conseguido con creces, al menos en términos de especie, las prioridades que se marcó y que luego detallaremos: superviviencia, vida en comunidad, y desarrollo material y cultural.

El sistema emocional está inserto en el cerebro, en el centro de un inmenso cableado neuronal que nos ha permitido adaptarnos y evolucionar más que ninguna otra especie. Aunque muchas personas sigan concibiendo razón y emoción como enemigos irreconciliables, la coordinación entre los sistemas más evolucionados de nuestro cerebro responsables del pensamiento y el lenguaje -el cortex-, y las bases subcorticales en donde se activan las emociones, puede llegar a un nivel de integración sobresaliente, al menos cuando se recibe un entrenamiento adecuado.

Pero la influencia de las emociones va más allá del ámbito cerebral: El sistema emocional puede alterar nuestro sistema neuroendocrino, acelerar nuestra respiración y nuestra tasa cardiaca, así como activar nuestros músculos. Por llegar, incluso llega a traspasar la barrera del individuo, alcanzando a nuestros semejantes, con el objetivo de transmitirles información sobre nuestros estados y necesidades. Las expresiones emocionales favorecen que los demás sepan si estamos tristes o enfadados para que así puedan adaptar mejor su comportamiento en función de nuestro estado. Un ejemplo perfecto de la utilidad de las emociones como informantes para esos otros que nos rodean se muestra en la película de animación “Del revés” (“Inside out” en inglés).

Las emociones al igual que sus primos hermanos, los sentimientos, cumplen importantes funciones, como decíamos al comienzo. En primer lugar, tratan de ayudarnos a prevenir peligros, a reducir las amenazas, a garantizar nuestra supervivencia. El miedo sería el ejemplo más representativo, pero la amenaza, la inseguridad o la suspicacia tienen una función similar. También las emociones positivas (=agradables) nos ayudan a conseguir este objetivo. Cuando aparecen la seguridad o la confianza tendemos a relajarnos porque implican espacios seguros. Y su recuerdo nos impulsa a volver a ellos siempre que sea posible, aumentando así nuestras posibilidades de supervivencia.

El segundo objetivo de nuestro sistema emocional ha sido el mantenernos unidos a un grupo, ya que eso favorecía, y mucho, la supervivencia de nuestros antepasados. En grupo éramos más fuertes, era más fácil conseguir comida, y ante cualquier problema físico puntual, nos podían cubrir y proteger. En esta línea, emociones como la soledad o el sentirnos rechazados tratan de evitar que nos quedemos aislados y, por tanto, vulnerables. La vergüenza o la culpa, por su parte, tratan de que no cometamos errores que nos puedan llevar precisamente a ser rechazados. Porque cuando una persona lleva a cabo comportamientos que dañan a los demás o que rompen las normas establecidas, se activan dinámicas que pueden acabar eventualmente en una expulsión. En efecto, a veces las emociones de ira y odio son las que promueven la expulsión de ciertos seres dañinos para el grupo. En estos casos, nuestro sistema emocional no es destructivo per se, sino que nos cuida a través de una vía indirecta: protegiendo la conviencia y la cohesión en nuestro grupo. No sólo las emociones negativas (=desagradables) trabajan por la longevidad y armonía de los grupos. Ahora sabemos que emociones positivas como el amor, el agradecimiento, o la diversión actúan como aglutinantes para la dinámica grupal. Son el pegamento de las relaciones ya que ayudan a estrechar los vínculos y también a protegerlos -o regenerarlos- ante las tensiones del día a día.

Por último, algo que la mayoría de manuales sobre emociones olvidan: el ser humano está diseñado para crecer, para construir, para ser útil. Por raro que nos parezca, la mayoría de nosotros no podríamos aguantar mucho tiempo en una playa paradisiaca tumbados al sol, sin nada que hacer, día tras día. Lo que es para muchos el escenario perfecto, el paraíso, tras unas semanas, o meses en el mejor de los casos, se podría convertir en algo aburrido e incluso agobiante o deprimente. ¿Por qué? Necesitamos acción, retos, objetivos, propósitos y nuestras emociones se encargan de recordárnoslo. La forma que nuestro sistema emocional se ha ido desarrollando para mantenernos en esa senda es bastante interesante. Por una parte, los sentimientos de vacío o de aburrimiento nos motivan a ponernos en marcha. Son, como decíamos, los encargados de estropear esos estados de descanso perpetuo e improductivo, precisamente por considerarlos demasiado extensos para poder ser considerados un «descanso».

Por tanto, entrar en acción es algo necesario según nos dicta nuestro sistema emocional. Pero no es suficiente. Ser activos implica estar en movimiento, pero una observación cuidadosa de la investigación nos dice que “hacer por hacer” no parece que sea el objetivo último: Cuando tratamos de llevar algo a cabo, si sale mal nos sentimos frustrados, fracasados o inútiles. Se trata por tanto de realizar acciones «eficaces», de tener metas y realmente avanzar hacia ellas, o dicho de otra forma, que ese «estar en movimiento» tenga un efecto generativo, productivo. Para promover estas dinámicas contamos también con sentimientos como el logro, la satisfacción, la ilusión y el orgullo.  

Más allá de la capacidad de computación, para muchos el hecho de tener emociones es lo que nos diferencia de las máquinas. El sueño de la mayoría de ingenieros que trabajan en el campo de la inteligencia artificial es conseguir emular en los robots algo parecido a las emociones humanas. Pero hay algo muy propio de la inteligencia artificial que sí que está presente en el diseño de nuestro sistema emocional: el aprendizaje continuo. El aburrimiento nos señala que nuestro crecimiento está estancado, y el sentimiento de confusión nos activa y motiva para afrontar los puzzles sin resolver que desafían nuestro entendimiento. Por eso, este tercer gran área motivacional al que sirven las emociones no sólo incluye el logro y la competencia, sino también el desarrollo continuo. Como dice Gazzaniga, «ninguna otra especie aspira a ser más de lo que es«.

Como sucede con cualquier sistema complejo, el sistema emocional debe ser manejado con criterio, conociendo sus leyes y respetando su funcionamiento. Así podremos sacarle el máximo partido y también evitar esos problemas en su funcionamiento que suelen acabar en forma de problemas emocionales. Por eso, para prevenirlos, cerramos este texto con la que podría ser la primera ley «newtoniana» de las emociones: «Las emociones nos conectan con los demás, nos conectan con lo que somos, y nos conectan con nuestras propias necesidades. Por eso nuestra primera obligación es escucharlas. Cualquier intento crónico de evitarlas será contrarrestado con una fuerza similar y en sentido contrario».

Feliz experiencia emocional y hasta la próxima.

Gonzalo Hervás – Universidad Complutense de Madrid

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